Se despertó en la cama que le había sido asignada por sorteo. Compartía una habitación con otras tres personas. “Tampoco somos tantos”, pensaba. Uno de los compañeros de la habitación contigua había tosido fuertemente, suficientemente alto como para despertar a Jon, pero no al resto.
Jon llevaba ya unos días intranquilo. Vaya, más de lo habitual. No conseguía dormir más de 3 horas del tirón. Saber que tu país se está yendo al garete y que apenas tienes noticias de tu familia y amigos… era una auténtica basura. Sin embargo, a quien más echaba de menos y en quien más pensaba era en su perro, de nombre Loki. Ese Golden Retriever se había guardado un buen hueco en su corazón desde el primer día. “Es el mejor”, solía decir.
Se incorporó en la cama, poniendo los pies en el suelo y miró a su alrededor. Todos seguían dormidos. Guille, de espaldas a él, roncaba de vez en cuando. Él había perdido a su familia hacía apenas tres meses y se había alistado voluntario para combatir. Quería vengar a su mujer y a sus dos hijos. Contaba con una determinación a sus más de cincuenta años fácil de admirar. Fran, a su derecha, dormía a pecho descubierto y con media pierna fuera de la cama. Una estúpida apuesta le había llevado hasta ahí. Así de sencillo. Por último, estaba Alejandro al otro lado de la habitación, durmiendo plácidamente mientras su cuerpo recargaba las pilas para liberarla más tarde de esa manera tan locuaz y risueña que tanto le caracterizaba. Como si nada de todo aquello estuviese pasando para él.
Jon alcanzó la botella de agua que se encontraba sobre la mesilla de noche (una mesilla improvisada mediante unos cuantos libros colocados uno encima del siguiente) y le pegó un par de tragos. Dejó la botella en su sitio y, por un momento, contempló los lomos de los libros de los que había echado mano la noche anterior medio a oscuras para hacer el apaño: El juego de Ender, El médico, Juego de Tronos, El perfume y El hombre de la máscara de hierro. “Joder, no me he leído ninguno”, pensó. “Pero me he visto todas”, añadió con una leve sonrisa. Podía ser muy positivo cuando se lo proponía.
Se incorporó y en su figura delgada impactaban los finos rayos de luz solar que atravesaban los agujeros de la persiana. No hacía falta más que unos calzoncillos y una camiseta para dormir a gusto; aún no había llegado el otoño y la temperatura era suave. El piso era amplio, muy amplio, propio de un edificio ubicado en el barrio de gente adinerada (cuando había gente) en la ciudad.
Estaba amaneciendo y la luz se tornaba de naranja a amarilla. Se puso sus pantalones largos, cómodos y flexibles, y las botas de trekking que había “tomado prestadas” hacía un par de semanas en una de las tiendas abandonadas de aquella famosa cadena de artículos deportivos que tanto le gustaba. El comedor se había convertido en un improvisado pequeño barracón para él y sus tres compañeros. Para no despertarles aún, caminó en silencio hasta el salón, inundado por toda esa luz que anunciaba otro gran día desde el este.
Entonces, mientras se acercaba reflexivo a la ventana para asomarse a evaluar el entorno circundante al edificio, se percató de que encima de una mesa apartada había un montón de dispositivos y otros objetos enmarañados. Echando un vistazo por encima, observó unos auriculares enchufados a un reproductor MP3. “¿En serio?”, pensó. Lo cogió y pulsó el botón de encendido. No se lo podía creer, aún tenía batería, a pesar de que hacía casi un mes que no corría nada de electricidad por el cableado del país.
Se colocó los auriculares en los oídos, y buscó en la biblioteca de canciones del dispositivo. “¡Venga ya! ¿Todo canciones de rap?”, se quejó en su cabeza. No le gustaba el rap, pues nunca le había transmitido ninguna sensación. Siguió buscando a pulso de pulgar. “¿Podría ser peor? La Casa Azul. Qué nombre tan raro para un grupo”, se dijo mientras pulsaba el botón de play.
De pronto, una melodía disco empezó a invadir su cabeza, seguida de una base firme y profunda. Y entró la voz. Y escuchó la letra. Y movió la cadera, y los hombros. Echó un vistazo a su alrededor; aún tampoco se habían puesto en pie los de la otra habitación… Y comenzó a bailar. Un giro, otro giro, un brazo arriba, el otro abajo…
Jon celebró aquella mañana, sólo por ser una mañana más. Y bailó una y otra vez la misma canción hasta que después de varios minutos la batería terminó por consumirse y tuvo que echar mano de su rifle de francotirador, pues se percató de que una horda se aproximaba calle arriba. “Podría ser peor”, pensó mientras apoyaba el rifle en el quicio de la ventana. “¡Todos arriba!”, gritó hacia el interior de la vivienda. Y se escuchó un disparo, nublado en su cabeza por el ritmo de la canción, que perduraría en su cabeza durante mucho tiempo.
¡Qué gran relato Antonio! 🙂